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LA BIBLIOTECA EN LLAMAS........Por Carlos Ravelo Galindo

 Lunes 11 de enero de 2021


11 de enero de 2021

EN LAS NUBES

La biblioteca en llamas

Carlos Ravelo Galindo, afirma:

Un incendio detona investigación sobre el mundo de las bibliotecas. Y del Metro, qué.

En sus lecturas con pátina el colega José Antonio Aspiros Villagómez nos introduce a un libro que vale la pena leerlo. Esta es una síntesis prolija:

         Aun cuando el incendio de una biblioteca no parece ser un tema muy sustancioso para escribir un libro, la periodista estadunidense Susan Orlean logró convertir tal suceso en una obra que como lector se le agradece, por la extraordinaria investigación y magnífico relato con datos inauditos sobre el mundo de esas instituciones enfrentadas desde hace un tiempo al reto digital.

         La también escritora y autora de La biblioteca en llamas (Temas de Hoy, 1ª edición, 2019, 398 páginas) narra en esta obra desde cuando iba de niña con su mamá a una biblioteca en Cleveland, hasta que ahí mismo se creó el mayor catálogo digital del mundo y en 2017 había prestado ya mil millones de libros a través de 37 mil bibliotecas.

La Biblioteca Central de Los Ángeles, California, fue la que se incendió en 1986 y, acerca de ello, Orlean investigó con los bomberos, los bibliotecarios, numerosos documentos y el propio sospechoso, el joven Harry Peak, quien murió en 1993 sin que se hubiera cerrado el caso, pero cuando ya había ganado al ayuntamiento una contrademanda y gastado en sus curas del sida los 35 mil dólares obtenidos.

Peak era mentiroso, pero simpático, y, cuando estuvo detenido cambió varias veces la versión de dónde había estado el día del incendio.

         La autora también indagó la historia de esa biblioteca desde su fundación en el siglo XIX hasta nuestros días.

Resulta interesante conocer cómo en un principio los usuarios solicitaban libros sobre actividades agrícolas por la condición rural de Los Ángeles entonces, y ahora esa y muchas bibliotecas más en aquel país son espacios abiertos a todos de manera irrestricta y funcionan como centros comunitarios.

         Esto se traduce en que ahí concurren -no necesariamente para consultar libros- indigentes, borrachos y drogadictos, a la par con niños y jóvenes que toman talleres o participan en otras actividades.

Y qué en una sala de préstamo de computadoras, la gente ingresa hasta para ver pornografía y consumir comida chatarra.

También brindan información telefónica a personas que hacen preguntas cuyas respuestas se encuentran fácilmente en Internet.

         La biblioteca en llamas no tiene índice ni los capítulos llevan título. Al principio de cada uno aparecen las fichas de libros alusivos al tema a tratar, y la obra no es un relato lineal, pues da saltos en el tiempo y por diversos lugares, de tal manera que mantiene el interés por la lectura.

         El incendio tuvo lugar el 29 de abril de 1986 y Susan no se enteró sino hasta que se mudó a California, porque los diarios de Nueva York, donde ella vivía entonces, estaban más atentos a la noticia de Chernóbil, ocurrida el mismo día.

Pero su descripción de cómo sucedió todo es tan real y minuciosa, como si ella lo hubiera visto.

El fuego alcanzó 480°c y durante casi ocho horas lo combatieron 60 compañías de bomberos, 50 de cuyos elementos fueron hospitalizados. Se quemaron 400 mil libros (reemplazados a un costo de 14 millones de dólares) y quedaron dañados otros 700 mil, que dos mil voluntarios ayudaron a empacar para preservarlos en refrigeradores de mariscos.

La Biblioteca Central de Los Ángeles reabrió en 1993, tras los seis años y medio que duró su reconstrucción y el acomodo de dos millones de nuevos libros, que la población contribuyó a desempacar y colocar.

Pero la autora no se detiene en la biblioteca de Los Ángeles. Relata también como se han perdido millones de libros a causa de las guerras en el mundo, y menciona con detalle los casos de la biblioteca de Alejandría y las que fueron quemadas durante la Segunda Guerra Mundial.

A juicio de Orlean, “destruir una biblioteca es un acto de terrorismo” y además tiene como su efecto más profundo el emocional; en el caso de la de Los Ángeles, tras el incendio hubo crisis entre los trabajadores y hasta llegaron a producirse algunos divorcios.

Un dato anecdótico que menciona, es que como en esa biblioteca alquilaban máquinas de escribir, allí acudió Ray Bradbury a hacer su novela El bombero, a la que después cambió el nombre a Fahrenheit 451, con el que se hizo célebre.

Durante la Primera Guerra Mundial (1914-1918) fueron eliminados del catálogo de esa biblioteca los libros donde hubiera elogios a la cultura germana, y cuando iba a entrar en vigor la ley seca en Estados Unidos (enero de 1920), la institución prestó todos los libros que tenía sobre destilación casera de alcohol, y la mayoría de ellos no los recuperó.

 Luego vino la Gran Depresión (década de los 30) y tanto esa como las demás bibliotecas estadunidenses fueron un gran consuelo para la gente, pues le proporcionaban espacio para estar juntos o llevarse libros a casa.

Luego vino la Segunda Guerra y en la biblioteca de Los Ángeles se impartieron cursos de primeros auxilios, además de que su directora Alteha Warren creó la campaña ‘Libros por la victoria’ que recolectó seis millones de ejemplares para la tropa, mientras que en Europa ardían los libros a manos de los nazis.

         Otra información que aporta Susan Orlean es que en Estados Unidos el salario inicial de los bibliotecarios es de 60 mil dólares al año, equivalentes a unos cien mil pesos mexicanos al mes en la actualidad.

A principios del siglo XX, el 80 por ciento de los bibliotecarios eran hombres y con el tiempo esa proporción la alcanzaron las mujeres, pero eran contratadas para funciones secundarias.

         Hacia 2010, las más de 17 mil bibliotecas de Estados Unidos recibían casi 300 millones de visitas al año; había más bibliotecas que McDonald’s en el país y el doble de librerías.

         Susan Orlean dedicó a su madre este libro, escrito durante el tiempo de permiso que le otorgó el diario The New Yorker, para el cual trabajaba.

Debe mencionarse que entre los créditos de la obra figura el del corrector de estilo, ese personaje siempre anónimo pero que busca ser reconocido y valorado, pues es un puente indispensable entre el autor y el lector.

         craveloygalindo@gmail.com

 

 

 

 

 

 

 

 

 


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