Miércoles 17 de marzo de 2021
EN LAS
NUBES
De mis
bendiciones 26
Carlos
Ravelo Galindo, afirma:
Hoy
que salió a relucir el Castillo de la Pureza, alguien en la Suprema Corte tuvo
la ocurrencia, al ver que el edificio de Pino Suárez tenía una grieta y
albañiles la componían, de hacer el siguiente comentario.
“Por
descuido o por malicia esta casa se desquicia. Pero, ¿a quién cabe en su sano
juicio hacer tan grande edificio para tan poca justicia?...
Benditos
sean aquellos que aún me alientan
No
sé si setenta y ocho años sean muchos o pocos.
Seguramente
felices según se vean. Pocos para quien ha vivido alegre la vida. Con tropiezos
y estímulos. Más los primeros, que los segundos. Pero aquellos hicieron grandes
a los segundos. Quienes ven la vida con optimismo. Quienes le piden a Dios,
pero trabajan. No los que prenden velas y se sientan a esperar el milagro. Ese,
ya no existe. Siempre el Ser Supremo ha ayudado a quien se ayuda. Mucho a unos,
menos a otros, pero siempre a todos los que se esfuerzan.
Por
qué expreso esto. Sencillo.
Hablo
de mí. Tengo, sí 78 años. Sesenta y uno en la profesión periodística, 54 de
feliz matrimonio con Bety, la madre de mis cuatro hijos, y abuelos de 10
nietos, bisabuelos de dos. He trabajado desde que tenía 13 años. Cursé en el
Cristóbal Colón, en Sadi Carnot 26, mi primaria. Y luego, en la Academia
Militar México, así se le llamaba, dos más, de la que salí para ingresar en una
herrería, del maestro Pacheco, en la Colonia de los Doctores, como castigo por
mi bajo rendimiento en la escuela.
Aprendí
a valorar el esfuerzo, cuando la primera semana recibí dos pesos, como pago por
golpear fierro y pintar barrotes. No olvido que estaba muerto de cansancio,
pero feliz de cumplir. Mi madre, María Teresa, como todas las madres, se
apiadaba de mí, pero no convencía a mi padre Guillermo, de terminar mi castigo.
A ambos les agradezco sus decisiones. A ella, insisto como todas las madres del
mundo, por defenderme, ayudarme y darme más cariño que a mis hermanos que aún
iban a la escuela.
Debo
referir que mi padre Guillermo y mi santa madre María Teresa, que cumplieron
setenta años de casados, tuvieron diecinueve hijos. De ellos, vivimos juntos
doce. Hoy sólo somos diez. Falta Rebeca y Nacho.
Reflexiono
y me pongo a pensar que sólo con trabajo, mucho trabajo, don Guillermo pudo
proporcionar casa, vestido, sustento y educación a esa prole. Un solo dato
extra. En la mesa, por la noche, se ponía un canasto con pan dulce y bolillos,
para todos. Y botellas de concentrado café, para dar sabor y color a la leche
que consumíamos.
Pero
siempre, hubo alimento, pero más el espiritual por disciplina de mi madre. De
allí nació nuestra fe, que nunca ha faltado. Mi mamá, como dicen ahora, era ama
de casa y la ayudaba su madre Nacha.
Mi
padre, don Guillermo, recuerdo, fue secretario particular de don Agustín
Legorreta, en el Banco Nacional de México, allá en Venustiano Carranza e Isabel
La Católica. Fue más adelante Gerente en varias sucursales del banco.
Se
retiró en 1943 y fundó la Encuadernación Colón, en San Pedro de los Pinos,
luego de que para ello vendiera su casa de la Colonia Del Valle, Cerrada San
Borja 49, en 28 mil pesos. En esta, se estilaba, nacimos Tete, Guillermo,
Rebeca, yo, Héctor, Ernesto, Lupe y Gustavo.
En
San Pedro de los Pinos, Eduardo, Nacho y Mauricio. Y en la Guadalupe
Insurgentes, Marinita. Los otros siete nacieron y murieron durante la
Revolución. Eso me dijeron. ¿Serían insurrectos o rebeldes?
No
olvido que durante una comida del Club Primera Plana, al escuchar que un
invitado tenía trece hijos, y para hacerle una pregunta sobre su trabajo,
referí una anécdota que un querido compadre, el ya extinto contador Pedro
García Coronado, originó, al conocer a mi papá: “Don Guillermo, le dijo: al
conocer a su familia ya sabemos en qué trabaja de noche. Díganos en qué labora
de día…
“Mi padre, que disfrutaba del humor y la
ironía, sonrió y le dijo, “hoy, solamente leo…”
Tengo
presente, porque ví en TV el desfile del 16 de septiembre, cuando yo también
desfilé con la Academia Militar México, uniforme y fusil. Fueron las cuatro
primeras horas, de sufrimiento. Y las siguientes dos, de gloria.
Me
explico. A las 7 de la mañana del 16 de septiembre de 1943, salimos de Parque
Lira 170, Tacubaya, en camiones de La Academia al punto de reunión para
integrarnos a las 11 a la marcha. Nos tocó, no olvido, la calle de Aldaco. Tres
horas en posición de descanso, con fusil de siete kilos. No aguanté, caí de
bruces.
Tenía,
recuerdo, 13 años. Me recuperé totalmente media hora antes de comenzar el
desfile. Y “mi” cabo ordenó: “cadete Ravelo, regrese al autobús…”
Claro
que no le hice caso. A fuerza tenía que desfilar, demostrar a mis padres que su
esfuerzo por comprarme el uniforme de gala, las botas, y la gorra de lujo, no
había sido en balde. Mi fusil lo llevaba Rojano, un compañero que llegó tarde.
Me junté a él y musité: “me pongo al final de la columna, como reemplazo. Me
avisas si te sientes mal…” y así comenzamos.
En
Pino Suárez, antes de llegar a Palacio, en donde el general Manuel Ávila
Camacho contemplaba al contingente, Rojano, pidió ayuda para amarrarse un
zapato. Tomé el rifle. Me integré al cuerpo de cadetes. Y cuando Rojano me
pidió el fusil, le espeté, “nada más pasamos por Catedral y te lo doy…” Y no
obstante su iracundia, tuvo que aguantarse.
Orondo,
fresco y gallardo pasé, con fusil al hombro, frente a mis padres que, afuera
del edificio de la calle de Pino Suárez, estaban en espera mía.
Fue
apoteósico el recibimiento en mi casa de Avenida Primero de mayo 202, San Pedro
de los Pinos. Pero hasta hoy platico la anécdota, porque acabo de ver en el periódico
lo que aconteció a dos oficiales mujeres en la entrega de reconocimientos en
Campo Marte.
Me
acordé, de inmediato, lo que me pasó. Y el arresto que al día siguiente me
aplicó el “sargento” Briones, por haberme desmayado antes del desfile y haber desfilado
sin fusil al hombro.
Allí
estuve, arrestado en la guardia que un coronel Aniceto atendía. Fueron dos
noches y tres días. Pero mi comportamiento, lejos de ayudarme, originó que me
obligaran a desertar ante la aflicción de mis padres.
Meses
después entré a trabajar en el Banco General de Capitalización de San Juan de
Letrán 11. Tenía, repito, 13 años. Allí conocí a gente muy bonita, sobre todo
muchachas –puedo hablar de María Eugenia Montes de Oca, Luz María Martín del
Campo, su hermanita; Ticha Barba, Laura Huidobro- pero también compañeros como
Francisco Aspe, Mario Magallón, Román Paz, Luis Díaz González, luego mi
compadre, por su hijo Pepe.
Allí
duré poco tiempo, pues el gerente don Julio Novoa no aceptó que yo viera más de
lo debido a su secretaria Luz María, y ni tardo ni perezoso, le pidió al cajero
don Jesús Mutio que me liquidara. Recibí 450 pesos, con lo que compré mi
primera bicicleta y fui a rodar por todo el Distrito Federal, hasta que, por
desgracia una automovilista mujer, acabó con mi entusiasmo. Aclaro, rompió mi
bicicleta. Con lo otro nunca.
Ante
mi desocupación mi amigo Román Paz, terratenientes sus padres en San Juan del
Río, me invitó a pasar allá unos días. Juntos nos trasladamos en ferrocarril.
Casi seis horas. Salimos de Buenavista a las 6 horas y llegamos a las 12. Me
alojó en una casita de la principal calle de la población, (junto a la casa del
periodista Joaquín Villasana y Alonso) en donde, en cama con sábanas de lino
dormí. Algo, para mí, inusual. Aprendí, como lo sigo haciendo hoy, que siempre
hay algo nuevo y de lujo.
craveloygalindo@gmail.com
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