Martes 29 de diciembre de 2020
29 de
diciembre de 2020
EN LAS
NUBES
De mis
bendiciones 7
Carlos
Ravelo Galindo, afirma:
Antes,
con el perdón del tiempo, una buena noticia que nos comunica el licenciado en
periodismo, locutor y por ende tamaulipeco Mario Díaz desde Su Balcón:
“La
buena nueva, justo el pasado 24 de diciembre, previo a la Nochebuena, la
licenciada en periodismo y Doctora Honoris Causa, presidente de la Asociación
Nacional de Locutores de México A.C. (ANLM), Rosalía Buaún Sánchez recibió su
título y cédula profesional que avala su licenciatura en locución.
El
licenciado José Levi Domínguez Moreno, rector de la Universidad Ejecutiva del
Estado de México, hizo la entrega formal del título profesional número 00001 a
la dirigente nacional de los locutores.
Felicidades.
Era
diciembre del año 1969, cuando murió Nachita, mi abuela, mamá de mi mamá Tere.
Benditos
sean aquellos que parecen comprender que ahora
mis oídos
se esfuerzan para oír las cosas que ellos dicen.
Era
la redacción de Excélsior, el tercer piso de Reforma 18, un estupendo centro de
cultura. De intelectuales. Humanos. Llenos de sentido del humor. Transmisores
del diario acontecer del mundo. Sin envanecerse. Sencillos.
Vaya
se trataban de tu a tu, sin importar su rango. Recuerdo que amén de don Nacho
Morelos Zaragoza, jefe de información, estaban Luis Ramírez Antuna, redactor de
guardia, de las 9 a las 20 horas. Los reporteros, todos ellos mayores de
cincuenta años. No que como ahora, ya nadie los quiere de tan “avanzada” edad.
No
olvidaré que don Manuel Becerra Acosta, como subdirector y encargado de las
primeras planas del diario, rechazaba cuartillas a reporteros o redactores
cuando asentían que “el anciano de 60 años…”
Para
don Manuel, y todos sus compañeros, allí no había ancianos. Eran sabios,
genios, pero como diría Arturo Sotomayor, viejos periodistas, no periodistas
viejos.
Y
el orden del frente para atrás, en la redacción estaban los escritorios, ya
dije, de Felipe Moreno Irazábal: seguía Pablito Sánchez, reportero de
Relaciones Exteriores; don Luis Ochoa Irigoyen, la fuente aérea; Arnulfo
Rodríguez “viborillas”; René Tirado Fuentes, atildado caballero: Adrián
Villalta, Progreso Vergara, Pedro Pagés Elías “Bertillón Jr.”, republicanos
españoles, asilados como don Manuel Sancho Mares, ex juez de las cortes
hispanas. Este asistía a los corresponsales. Tenía experiencia vasta en todo.
Pero no la presumía. La aplicaba, sin alarde alguno. Igual que los tres
compañeros iberos, también abogados. Como Alfonso Serrano Illescas, que cubría
judiciales.
Del
otro lado, junto a la puerta y al único teléfono que disponía la redacción -era
1949- se sentaban ante su máquina
Remington o torpedo, primero don Eugenio Suárez. Luego don Gustavo Castañares.
Alfredo de la Torre y don Armando Camacho, encargado de la página en inglés,
ayudado por Elsie Richmond y Jack Star Hunt.
Este,
no podré olvidarlo jamás, de una corpulencia, para no decir gordo, que llegaba
a los 130 kilos, tenía la sana costumbre de beber en exceso al mediodía. De
modo que llegaba a su escritorio temprano, a las 16 horas. Y casi siempre, al
intentar sentarse, se equivocaba y caía de nalgas al suelo. Comenzaba entonces
a gritarme: “Carlos, Carlos”, en demanda de auxilio.
Me
había visto y sabía que yo llegaba temprano para adelantar policía, antes de
recorrer, a partir de las 18 horas, las 16 demarcaciones de policía en busca de
información.
Y
junto con Toño Ortega, también ayudante de la redacción, como también lo fue
Manuel Becerra Acosta Ramírez, con mil esfuerzos, lo poníamos en su silla,
instantes antes de que llegara su jefe Camacho de mayor resistencia que Jack,
al whisky, y pudiera regañarlo.
Luego
arribaría Elsie Richmond, dama Bostoniana de respetable edad, también a
trabajar. Antes, en inglés, protestaba por el lamentable espectáculo de sus
compañeros.
Nadie
le hacía, respetuosamente, caso.
Más
adelante entrarían otros reporteros. Ángel Viniegra, Luis Cano y Cano, Raúl
Beethoven Lomelí. Y atrás de ellos, el inigualable e inolvidable gatito Toquero
y Dimarías, Raúl Horta.
Cada
quien tiene su historia. Siempre amena, graciosa. Nunca grosera. Demostraban,
llegaran como llegaran, su intelecto. Presumían de su gran conocimiento de
palabras. Eran, por compararlos, similares al diccionario de sinónimos y
antónimos, Larousse.
Obvio
era que no teníamos entonces computadoras. Escribían en cuartillas, papel
revolución sobrante del que usaban en la impresión del diario y cortado tamaño
carta. Máquinas mecánicas. Ni siquiera eléctricas. Y lo hacíamos, me incluyo, a
gran velocidad. Como ayudante, me gritaban para anunciar que tenían material:
“Hueso”. Y acudía a recogerlo hasta sus escritorios. Trasladarlo rápidamente a
la mesa de redacción, en otra habitación del tercer piso, con vista a Reforma.
Allí,
hoy ya no existe, por desgracia para el lector, la corrección de estilo. Vaya,
donde se aplicaba estrictamente la gramática, la prosodia y la ortografía. Así
de simple. Hoy, creo, es diferente. La computadora, dicen, lo hace todo a su
leal “saber y entender”. Por ello tantas fallas gramaticales y palabras
desconocidas.
Escribían,
inclusive, las fallas del gobierno; de la iniciativa privada. Pero no se
excedían. Eran justos, reporteros y directores.
Había
una máxima: decir la verdad. Insistir, pero no extralimitarse con datos falsos.
Mil veces se habló de corrupción. Se admitía. Y había respuestas inmediatas.
Por ejemplo, siempre encontraban al responsable. Al culpable. Y, claro, lo
sometía el gobierno, si era de esfera oficial, al Jurado Popular, extraído por
supuesto del mismo gobierno.
Pero
lo curioso de este asunto era que el culpable siempre, siempre, era el cartero,
el policía del crucero, el mozo. Nunca, como hoy, el jefe.
No
me acuerdo de que algún gallo grande haya ido a la cárcel por denuncia
periodística. Para eso el Supremo, como le decían al gobierno, tenía a sus
víctimas: los de abajo. Vaya los pobres, los indios, a los que siempre hay que
darles la razón, pero nada más.
Eso
sí, nunca le han quitado la esperanza. Hoy han pasado ochenta años y, pregunto,
¿ya no hay corrupción?
Gobierno
va y gobierno viene. Cambian partidos políticos, pero todo sigue igual, o acaso
peor.
En
tiempos de la Revolución de 1910 surgió un apotegma obregonista: nadie aguanta
un cañonazo de cincuenta mil pesos. Hoy, es más grande la suma, que por
supuesto nadie desprecia.
Antes
el partido en el poder tenía una frase, aun cuando no oficial, sí válida.
“¿Quieres obra, trabajo o comisión? Paga cinco pesos de cada tostón…”
Era a lo que se había acostumbrado todo
mexicano, bien o mal nacido: el famoso diez por ciento. Nadie lo quitó. De modo
que la cantidad tenía merma, primero diez por ciento. Luego del 20 al
beneficiado. Quedaba de cada peso setenta centavos, para el trabajo a realizar.
Pero se hacía y bien en provecho del pueblo.
Hoy
es al revés, según me platican: noventa para el que vende el trabajo. Y veinte
para la obra, pero mal hecha. Ejemplo la Mega biblioteca. Ah, pero eso sí, los
salarios crecieron como la espuma. Antes un diputado ganaba 25 mil pesos. Hoy
casi diez veces más cada mes.
Por
eso, señalan los estudiosos, no los intelectuales, el presupuesto gubernamental
no alcanza y menos para el que transa, que no avanza. Todo se va en sueldos,
prestaciones canonjías, seguros, coches, secretarias, etcétera, etcétera. Digo
que los intelectuales no se quejan, porque estarían escupiendo al cielo.
Viene
a cuenta, muy adecuada esta estrofa del bardo López Velarde que dice así:
“México, creo en ti, porque tienes en tu nombre –México- un algo de cruz y de
calvario”.
Es
lo que hemos padecido: cruz y calvario.
Siempre,
desde la conquista, los mexicanos y quienes sin serlo viven aquí. Nunca nos
hemos puesto de acuerdo. Ni los gobernantes, ni los políticos. Mucho menos los
periodistas. Cada quien, a su mejor parecer, tira para el monte. Y muchos, al
pío. O como dicen, cada quien para su santo.
¿México?
Bien, gracias. Se diría cínicamente.
Pero ya
lo platiqué antes. Di datos.
Y enseguida el 8.
craveloygalindo@gmail.com
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